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Psicóloga de Cuarentena

Mercedes Kuri Breña

Otro día de cuarentena y me voy a dormir con más ansiedad que ayer. Llevo horas echada en el sillón viendo el celular cuando en realidad me senté porque según yo iba a leer, pero bueno, en algún momento me distraje para contestar un mensaje sin importancia y total, ni un capítulo acabé. Ojalá mañana sí me pueda despertar a hacer ejercicio. Es más, mañana voy a empezar ese nuevo reto que vi y si me despierto un poco más temprano hasta me puede dar tiempo de cocinar alguna de las recetas que guardé, tengo mucho trabajo que hacer y la presión de la oficina está a tope porque a todos nos da miedo que nos corran. Pero la verdad es que como ni estamos en la oficina, si me conecto un poco más tarde de todas formas nadie se entera. Perfecto, eso haré, pero bueno ahora sí ya me debería dormir porque otra noche con insomnio, no gracias.

Me despierto y no es otro día de cuarentena, es en realidad, el mismo que ayer. Lo que pasa es que no solamente no me desperté temprano, ni cociné nada, ni hice ninguno de mis pendientes del trabajo sino que además hoy otra vez discutí con mi familia, aluciné que ya tenía COVID y el proyecto que quería terminar lo borré por completo, la realidad es que me abruma todo. Y aunque sé que mis problemas no son problemas, que mis quejas no son quejas y que la tengo mucho mejor que casi toda la población de México, me abruma todo: lo que no hice ayer y lo que pensaba que iba a hacer hoy pero se que no haré. Me abruma que ya no me gusta mi trabajo, o más bien que nunca me gustó pero que ahora no es sólo el miedo a renunciar sino es la in-justificación de querer hacerlo en medio de una pandemia que ha dejado a millones sin trabajo. “Pandemia”, todavía me cuesta trabajo pensar que esa palabra ahora es parte de mi vocabulario cotidiano, creo que antes del 2020 ni la conocía. Me desespera que cambien los planes, las indicaciones y cifras de muerte cada dos minutos. Me pone nerviosa el panorama económico que antes ni siquiera entendía. Me molesta la política que tanto odio leer. Me duele sentir que en mi familia ya no convivimos, me duele más que cuando intentamos se siente forzado, aunque también tengo que admitir que me encanta pensar que la vida nos regaló este tiempo juntos y que lo hemos sabido aprovechar. Me da flojera tener que ayudar con cosas de la casa y que de todas formas no sea nunca suficiente. Me da ansiedad pensar que por fin tengo el tiempo para hacer cosas nuevas, pero no la motivación para empezar. Y sobre todo… me da miedo no saber hasta cuándo.

Creo que además de todo eso, también estoy confundida. Soy alguien que planea todo, desde chiquita he sido así, mi mamá se burla de que en primaria sacaba mi ropa del día siguiente y siempre era la primera en estar lista, incluso antes que ella. Por lo mismo, yo tenía un plan claro para este año; me darían el aumento prometido en febrero, sacaríamos un proyecto en marzo, iba a viajar en mayo, renunciar en junio, empezar prácticas en agosto, mudarme en diciembre y tener la vida que siempre había querido en enero. Por supuesto, es el dos mil veinte, así que claro que nada de eso sucedió. Y aunque la mayoría de las cosas entiendo porqué, hay algo que me causa particular ruido en todo este caos.

Trabajo en recursos humanos desde hace 5 años, así que entiendo más o menos bien cómo funcionan los negocios y he aprendido que no importa realmente lo que haces, muchas veces el mundo laboral se reduce a la compra-venta. Pero además de ser godín también soy psicóloga y el plan anual que tenía en el que llegaba enero y yo tenía “la vida que siempre había querido” culminaba en algo como abrir mi propio consultorio y dedicarme a dar terapia. Sabía que tomaría tiempo pues normalmente la terapia es una profesión que crece de boca en boca, sin embargo así como todas las empresas han cambiado su forma de vender y hacer negocio, parece ser que la psicoterapia también.

Antes la psicología era una profesión privada, íntima, casi tabú. Se llevaba a cabo en el consultorio, entre un paciente y su terapeuta. Y ese espacio, en el que la persona tiene 45 a 50min para cuestionárselo todo, quejarse y decir lo que no sabía que tenía acumulado, llorar lo que pensó que ya había sanado, reír cuando nadie lo ve, preguntar y resolver todo aquello que cuando sale de la puerta lo reta e indudablemente acaba por cambiarlo. Y que por lo mismo se maneja de alguna forma como un espacio sagrado, libre de banalidades, de competencias y de comparaciones. El psicólogo es de esta misma forma, a ojos del paciente, una persona “resuelta” a quien se le depositan todas las fantasías de salud, bienestar y balance que la persona desea. Mahoney (2003, p.199) lo describe así: “Los clientes a veces quieren creer que sus terapeutas viven vidas personales que siguen un guion perfecto de Hollywood; tienen un apoyo estructurado de sus familiares y amigos, tiempo libre gratificante y enriquecedor, un régimen saludable de nutrición, ejercicio y meditación y hasta un sueño profundo y reparador libre de conflictos internos”. Sin embargo, el COVID-19 parece estar retando todo eso que llevo años estudiando y aspirando a tener y ser. El consultorio ya no consta de dos sillones, una mesa con Kleenex y tal vez una planta. Ahora es una pantalla con fallas de internet y ruidos de fondo que amenazan la privacidad del espacio. Y el psicólogo, no es un lienzo en blanco al que llegaste por recomendación de algún conocido. Es una persona que está viviendo las mismas angustias que tú y que de la misma forma ha tenido que adaptar su vida y su trabajo para seguir adelante.

Y entonces nos adaptamos, buscamos un lugar en casa que refleje neutralidad, aumentamos nuestros contratos de wifi para evitar quedar congelados en medio de una frase reveladora del paciente, aprendimos de todas las plataformas de teleconferencias y ante todas mis dudas y resistencias, empezamos a publicar en redes sociales, migrando la privacidad de nuestra intimidad a una plataforma en la que todo se promociona e interpreta, en la que no hay manera de permanecer neutrales o perfectos. Y aunque muchos negocios han tenido que hacer lo mismo, el caso de los psicólogos me parece especialmente interesante ya que como dice Mahoney (2003), se nos enseña a crear una fachada de terapeutas perfectos porque si no lo hacemos y no parece que nuestras vidas son todo equilibrio, entonces el síndrome del impostor se acerca para hacernos pensar que no sabemos lo que decimos a nuestros pacientes porque ni siquiera tenemos en orden nuestras propias vidas.

La paradoja viene de lo que se nos pide que hagamos como terapeutas; escuchar historias de abuso, negligencia, enojo, conflicto, ansiedad, celos, depresión, crueldad, negación, soledad, exigencia, dependencia, familias disfuncionales, salud, bullying, duelo, crisis vocacionales, racismo, injusticias, desamor, infidelidad, sexismos, trastornos de alimentación, conflictos existenciales, problemas cognitivos, ideaciones suicidas, violencia además de las más recientes enfermedades, hospitalizaciones, muertes y funerales sin familiares y amigos.

Pero se espera que al escuchar estas historias, nosotros seamos capaces de extirpar esperanza y confianza incondicional en el paciente. Profesionalmente tenemos la responsabilidad de alentar a nuestros clientes a tener la misma fe que en nosotros, puede estar bajo constante desafío por nuestro trabajo. Se supone que debemos ayudar a nuestros clientes, soportar su infierno personal, confiar en que su sufrimiento disminuirá, creer que son seres valiosos y viables y que vale la pena vivir sus vidas. Así que somos protectores de la esperanza, al mismo tiempo que somos testigos frecuentes del dolor humano.

Entonces me pongo a analizar la infinidad de nuevas cuentas de Instagram de psicólogos que en poco tiempo se han vuelto famosos, o de colegas que como yo, llegan a la plataforma con un repertorio de dudas que suenan más o menos así; ¿si me promociono aquí, me veré desesperada?, ¿qué van a interpretar mis pacientes de mí?, ¿con esto parece que se más o menos del tema?, ¿estoy siendo muy técnica?, ¡Qué horror parezco blogger!, ¿y si algún paciente cree que lo que escribí es de él?, ¿pensarán que lo que publico es aburrido?, ¿Qué tal que alguien lee algo con lo que se identifica pero no puede pedir ayuda y sólo empeoro las cosas?, ¡Qué vergüenza si se me va una falta de ortografía!, ¿si no tengo suficientes likes van a pensar que soy mala psicóloga?, Pero a pesar de todo, ahí estamos, porque esta pandemia nos ha venido a cambiar a todos y ahora exige que la terapia llegue al paciente y no que el paciente, en su propio tiempo llegue al consultorio de un psicólogo del que no sabe nada más que su nombre y celular.

Lo que pasa es que no creo que todo esto sea necesariamente malo, pienso que antes, el cliente estaba atado a conocer a su terapeuta hasta el momento de su primera sesión en la cual las cosas podrían hacer clico ser un fracaso y ocasionar que la persona nunca más regresara a un consultorio. O bien esperando que la recomendación del psicólogo que le funcionó a uno tuviera el mismo efecto en otra persona con una historia y conflictos totalmente distintos. La tecnología, la pandemia y particularmente Instagram le han abierto la puerta a que los psicólogos, en publicaciones breves, intentemos ayudar a las personas a navegar las relaciones consigo mismos y con los demás y por lo mismo, el encuentro terapéutico se dé mucho antes de entrar a un consultorio. Creo que este es un nuevo intento por acercar el conocimiento de nuestra profesión a aquellos que no tienen los recursos para pagar una terapia o que por la situación económica, han tenido que renunciar a la que tenían. Asimismo, ha permitido que brindemos conocimiento sobre los padecimientos humanos y así generemos conciencia de la importancia de la salud mental y tal vez incluso que provoquemos que alguien se identifique y por fin entienda lo que le causa reaccionar de la forma que lo hace. También he encontrado que estos posts han hecho que muchas personas encuentren la forma de hablar sobre temas difíciles y puedan acercarse a pedir ayuda, o han hecho que se normalice su relato y la terapia sea vista como algo a lo que cualquiera puede recurrir, sin la necesidad de padecer un trastorno o de ser catalogado como un débil o un loco.

Sin embargo, algo que considero indispensable en esta nueva forma de abordar y promocionar la psicología es que aunque una publicación pueda proveer psicoeducación, no significa que Instagram sea equivalente a un proceso terapéutico. Ningún psicólogo es responsable de las reacciones emocionales que su contenido pueda generar en alguien si esa persona no es su paciente y sobre todo, creo que se necesita crear consciencia de que aun cuando esta información pueda ser terapéutica y ayude, no se debe automáticamente internalizar como consejos personales o soluciones a un problema específico, ni mucho menos generar un auto diagnóstico. En pocas palabras, Instagram no puede reemplazar la terapia, pero sí puede reducir brechas de conocimiento sobre la salud mental.

Personalmente, recomendaría desarrollar un ojo particularmente crítico ante cualquier cuenta que promueva “consejos terapéuticos” o de “wellness”, que haga parecer que ésta u otra forma de hacer las cosas aplican para todos en todo momento, que proponga soluciones mágicas, o que reduzcan la complejidad del funcionamiento humano a algo que se “sana” con meditación y té verde. Igualmente, sugiero dudar de todas las cuentas de influencer aspiracional que, con un curso de Coaching, buscan dar consejos de vida. En cambio, recomiendo seguir las cuentas de personas profesionales que han estudiado y se han especializado en los temas de los que aportan conocimiento.

Quisiera animar a las personas a que busquen en Google o LinkedIn el perfil profesional de sus bloggers, y que no sólo tomen nuestras publicaciones al pie de la letra, sino que realmente se comprometan más profundamente con ellas de una manera personal y reflexiva: ¿qué te provoca leer esto?, ¿recordaste algo importante que tal vez llevas tiempo ignorando?, ¿comprendiste a una persona en tu vida que antes parecía inalcanzable?, ¿hay algo que te hizo ruido pero no entiendes porqué? Me gustaría pensar que estas nuevas cuentas de psicología son puntos de partida para reflexionar y acercar la terapia a quien más lo necesita.

Éste 2020 nos cambió a todos. Llegó una pandemia que de la noche a la mañana nos forzó a regresar a la parte más esencial de quién somos, a cuestionarnos todo, a recordarnos que los trabajos son temporales, pero quienes somos fuera de ellos no, a valorar la salud y enfrentarnos a la convivencia constante con las personas de nuestra vida, a recordar la importancia del ahorro, a aprovechar el tiempo en cosas que se alinean a nuestros valores y para mi suerte, a recalcar lo indispensable que es el cuidado de la salud mental.

El objetivo inicial de este ensayo era escribir sobre la salud mental en grupos vulnerables y por eso comencé pensando en toda esa gente que vive en situaciones de precariedad, está internada en un hospital psiquiátrico, sufre de ataques de pánico o se le diagnosticó con depresión; pensé en el adulto atravesando un divorcio complicado, el adolescente que se autolesiona por sentirse solo, la niña con anorexia que ahora está repleta de mensajes gordofóbicos o el niño que tiene TDAH y las clases en línea no le están haciendo ningún favor. No obstante, la realidad es que estamos en medio de una pandemia, y se dice pandemia porque nos afecta a todos, porque nos vulnera y nos confronta a todos, y porque incluso cuando quisiéramos pensar que bajo una situación de crisis como lo ha sido el COVID-19 los psicólogos podremos mantener la calma y la imagen de serenidad que nuestros pacientes necesitan, la realidad es que ante una pandemia, población vulnerable somos todos, incluso los psicólogos.



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